En el aire vibrante de Barcelona en 1987, una idea inusual estaba a punto de tomar forma
Isabel Costes, una talentosa directora de orquesta con una sensibilidad extraordinaria, estaba decidida a crear algo que uniera a su comunidad: una banda de música. Pero esta no sería una banda cualquiera; sus músicos serían taxistas, hombres y mujeres que pasaban sus días transitando las animadas calles de la ciudad.
Con el inminente evento de los Juegos Olímpicos de Barcelona, Isabel vislumbró la oportunidad de dar vida a un proyecto que iría más allá de la música: quería ofrecer un espacio de expresión y creatividad a aquellos que, a menudo, se quedaban en la sombra. Así, con su pasión desbordante, comenzó reclutando a 27 taxistas que compartían su amor por la música, sin importar su nivel de experiencia.
Entre ellos estaba Elíseo, un taxista con una habilidad innata para la trompa quien, aunque había estado alejado de la música durante años, sentía que cada nota resonaba con su alma. Por otro lado, Silvia, una joven que soñaba con tocar el violín, luchaba con el solfeo y la teoría musical, pero su dedicación era inquebrantable. Isabel veía en ellos no solo potencial, sino la chispa de un milagro musical.
Las primeras semanas fueron un desafío. Los ensayos comenzaron en una antigua sala comunitaria, donde el sonido disonante de los instrumentos de Elíseo se mezclaba con los intentos de Silvia por descifrar el pentagrama. Pero, bajo la dirección de Isabel, cada encuentro se transformaba en una experiencia mágica. Con paciencia y amor, logró no solo enseñarles a tocar, sino a sentir la música, a ser parte de una comunidad.
Con el tiempo, su dedicación empezó a dar frutos. La banda comenzó a tocar en actos oficiales de la ciudad, donde su presencia fue recibida con aclamaciones y aplausos. Las actuaciones llegaron a incluir el prestigioso Centro Aragonés, donde más de 500 personas aplaudieron de pie, llevando su emoción al límite. Fue en esos momentos que todos se dieron cuenta de que, a pesar de sus profesiones diarias, eran músicos de corazón, capaces de tocar el alma de quienes los escuchaban.
A medida que pasaban los años, el nivel musical creció exponencialmente. Las interpretaciones de estos trabajadores, convertidos en músicos, comenzaron a sorprender incluso a profesionales del ámbito musical. Ya no eran solo taxistas; eran artistas que, con su talento y dedicación, demostraron que la música trasciende cualquier barrera social.
Isabel, la guía y el corazón de esta banda, no solo se convirtió en una reconocida profesional, sino en una inspiración y un faro de esperanza para muchos. Su historia de amor por la música y la comunidad resonó en cada rincón de Barcelona, demostrando que, con pasión y dedicación, un grupo de almas podía unirse para crear una sinfonía que celebrara la vida, la amistad y el arte.
Así, en la ciudad condal, la música de Los Taxistas Trovadores vibraba, llevando consigo la alegría de aquellos que nunca dejaron de soñar, gracias a una directora de orquesta cuyo amor por la música transformó vidas.
Aquí no estamos hablando de una corriente musical cualquiera, oh no. Esto era algo poco convencional, una mezcla de ruido, sudor y una pizca de genialidad.
¿Y quién era la arquitecta de esta locura? La directora Isabel Costes, una mujer de espíritu indomable y mirada penetrante, que con su batuta en una mano y una taza de café turbio en la otra, estaba decidida a demostrar que la música podía salir de las cosas más inusuales: en este caso, un grupo de taxistas que, hasta ese momento, se limitaban a su rutina.
Sí, amigos, los mismos hombres y mujeres que lidiaban con pasajeros groseros y direcciones confusas, ahora iban a convertirse en algo extraordinario y jodidamente hermoso.
La idea era simple a primera vista: reunir a 27 taxistas, ponerles un instrumento musical en la mano y ver qué demonios ocurría. Pero lo que Isabel había vislumbrado era mucho más profundo. Mientras los demás miraban a estos hombres y mujeres como meras máquinas de transporte, ella veía algo más: los entendía, por encima del humo del cigarro y el ruido del tráfico, como seres de carne y hueso que cargaban con historias, sueños y, quizás, una melodía que aún no habían descubierto.
“¿Por qué no transformar esta ciudad de asfalto en un escenario de locura y música?»
Y así, con su entrega casi maníaca, fue como reunió a sus guerreros. Mientras algunos dubitaban, pensando que no tenían lugar en un mundo lleno de virtuosos, Isabel les recordó que la esencia de la música no era la perfección, sino la experiencia cruda de tocarla con el corazón.
La flauta de Manuel competía con el sonido de los motores y las bocinas, mientras Silvia luchaba por sacar una nota del clarinete que, hasta ese momento, había sido más un ladrido que un canto. Pero ahí estaban todos, cada uno empujando con su propia tensión nerviosa, cada uno huyendo de la rutina hacia una locura musical, sin siquiera vislumbrar lo que estaban a punto de crear.
Como si se tratara de una escena de un relato perdido de un gran escritor, aquel grupo de taxistas transformó su sufrimiento cotidiano en una sinfonía de caos controlado. ¡Qué lindo espectáculo de locura y salero!
Isabel, la temible guerrera de la batuta, guiaba a su tropa con la sangre a mil por hora, haciendo que estas almas cansadas de la ciudad aprendieran a tocar en armonía, a bailar sus notas en una sinfonía rítmica y hermosa que quebraba el día a día.
La verdadera magia ocurrió en el Centro Aragonés, donde la Banda Ciutat Groga se presentó ante una multitud ansiosa por escapar de la monotonía de la vida urbana. Lo que nunca se imaginó era que en sus instalaciones, esos varones y mujeres de rostro marcado por la vida, se convertirían en héroes del arroyo. Cuando comenzaron a tocar, el público estalló en una ovación estruendosa. Aquellas notas vibraban en el aire como si fueran palabras de un nuevo idioma, un jodido hechizo que transformaría a taxistas en artistas y a un auditorio en un clamor de gozo.
En ese momento de catarsis, Isabel se erguía como una figura mística, con su batuta en alto, como si estuviera convocando a los dioses griegos, la mezcla perfecta de locura y genialidad. ¿Quién podría haber imaginado que, bajo la piel de esos taxistas, ocultos tras sus esmóquines, había músicos esperando ser despertados?
Ese fue el momento en que la Barcelona que conocíamos se tornó en una sinfonía de melodías. Aquí, en medio del caos urbano, la locura brillante de la Banda Ciutat Groga había encontrado su voz, y a través de ella, Elíseo, Silvia y todos los demás descubrieron que la música no era simplemente un arte, sino un eco de la vida misma. Ya no era algo reservado para eruditos, era una necesidad imperiosa del alma.
Así es como una simple idea se transformó en una explosión de sonidos en una ciudad que lo necesitaba. La Banda Ciutat Groga: un catálogo de taxistas, una organización de guerreros con instrumentos, un símbolo de desafío y locura, aplaudiendo a la vida y emitiendo un grito de libertad en cada nota, mientras Barcelona se retorcía al son de su gloria.
Isabel tenía una conexión especial con los integrantes de la banda, algo que iba más allá de la dirección.
Manuel notó que Isabel no se dejaba influir por los estereotipos de género ni por los prejuicios que, a menudo, acompañaban a la profesión de músico. En un mundo donde la música estaba dominada mayormente por hombres, ella era una fuerza de cambio que inspiraba a todos a su alrededor. Con un enfoque inclusivo y un corazón grande, agradecía a los taxistas por su esfuerzo y dedicación, rompiendo con las conductas clasistas que a menudo se respiraban en la ciudad.
Con el tiempo, Isabel animó a Manuel a aventurarse más allá de sí mismo y a conocer a otros flautistas profesionales. Lo llevó donde músicos de renombre compartían su arte y su pasión. Para Manuel, aprender de aquellos que habían vivido la música como un lenguaje universal fue un regalo que nunca imaginó recibir.
Con el correr del tiempo, la Banda Ciutat Groga se presentó en diferentes escenarios de la ciudad, llevando consigo un mensaje de unión y comunidad. Cada actuación era un reflejo no solo de sus habilidades musicales, sino de los sueños de un grupo diverso y apasionado.
Manuel se dio cuenta de que, gracias a Isabel y a su valentía de romper estereotipos, había encontrado no solo una nueva pasión, sino un hogar entre sus compañeros taxistas y una verdadera amiga en la música.
Recordaba el concierto en el Consell de Cent, en el Ayuntamiento. El primer acorde dejó a todos boquiabiertos. Aquello era un torrente de sonidos arrasador, un collage audiovisual de su vida en el asfalto, impregnado de la esencia de sus historias individuales.
Cada nota explotaba en el aire como una declaración de independencia, una forma de rebeldía contra la monotonía de su día a día. El público estaba fascinado, no porque las notas fueran perfectas, sino porque transmitían verdad, pasión, la pura esencia de lo que significaba vivir en Barcelona. Era un espectáculo más allá de lo estético; era un grito colectivo, una explosión de identidad.
Finalmente, cuando las últimas notas se desvanecieron en el aire, un estallido de aplausos rompió el silencio. El público, enardecido, se puso de pie como un solo organismo, sacudido por el poder de lo que acababan de presenciar. Isabel, desde el escenario, observaba la escena, consciente de que había logrado más que unir a un grupo de taxistas: había tejido la música en el alma vibrante de Barcelona.
Y así, la Banda Ciutat Groga se convirtió en un símbolo, un recordatorio de que, a veces, dentro de lo cotidiano, en el ruido de los motores y las prisas de la vida, se esconden las melodías más hermosas.
En el eco de estos conciertos, aquellos taxistas aprendieron que la música no solo se oye; se siente, se vive. Y mientras Isabel continuaba dirigiendo su orquesta de almas en celebración, el sonido del asfalto marcaba el pulso de sus vidas, llenando Barcelona de una energía inagotable, un recordatorio de que todos llevamos un músico dentro, esperando ser despertado.
Posdata
Cuando escucho el homenaje de Isabel Costes a Edith Piaf me vienen reminiscencias del viaje que hice a París con Ángel cuando apenas teníamos 17 años y nos alojamos en un Bar Pensión que tenía un billar y cada mañana nos despertaba esta música.
Hoy, viendo la película María Callas, me dolió ver en un cine para 300 personas solamente a 15 mujeres mayores, 5 señores jubilados y una adolescente que acompañaba a su abuela. No había nadie entre 20 y 60 años, cuando hace 40 años llenábamos las salas por este tipo de películas.